lunes, 5 de enero de 2009

Presentación de "Son las armas del general"

(El que pego aquí es el texto que escribió Amalia Carrozzi para la presentación de Son las armas del general, el libro de cuentos que publiqué en 1992).

Les quiero contar la experiencia fascinante que ha sido para mí la lectura del libro de Ingrid. Que un libro nos deslumbre, es algo que sucede muy pocas veces, mejor dicho, poquitísimas veces .
Y cuando eso sucede, una sea alegra. Tanto, que es capaz de restarle importancia –y con merecida razón- a esa desoladora congoja que le quedó enredada adentro, revolviéndose más acá de las páginas ya cerradas del libro.
Porque leer el libro de Ingrid, es una experiencia fascinante, sí, pero demoledora.
Quiero decir, cuando accedemos al núcleo de su narrativa, cuando después de disfrutarlos, apartamos esos deslumbradores velamientos que nos prometían unos textos burlones, divertidos, fantásticos por momentos, somos colocados en una realidad no sólo muy próxima, también extremadamente cruel, de la que no podemos salir sino devastados.

Quiero arrimarles estas impresiones de viaje por esa prosa que tiene brillo, solidez y pureza de diamante. Creo que es por eso que la fascinación se instala muy rápido. Frente al preciosismo se sostiene también y hasta llega a un punto en el que está pronto a inmovilizarnos en medio de la lectura. Pero la fuerza de ese horror que ya estamos olfateando sumado a la encantadora música del estilo pulido y envolvente como el de las flautas con que los viejos pescadores engañaban a las rayas para atraparlas de un garrotazo es la que nos arrastra, nos condena hasta el final, nos quita la posibilidad de detenernos.
Y miren que curioso. A esta altura del relato recuerdo las palabras del capitán de una canción de Laurie Anderson: “Pongan la cabeza entre sus manos, pongan las manos sobre los ojos…” Que no suene como una advertencia, aún. Supongo que es porque de algún modo los estoy llevando, estamos cayendo juntos, en esta aproximación al universo de Ingrid.
Los recursos: oraciones breves, aseverativas; un texto que es puro diálogo, cuando sabemos que esa es la forma discursiva de mayor sencillez y claridad porque cada réplica nos va llevando a conclusiones específicas. Personajes tan tranquilizadores como un señor y una señora Fernández –que no son parientes, aclara Ingrid- el protagonismo de una panza o un monólogo telefónico, incluso la visión del mar y el personaje diciendo “mirar el mar no me da ganas de escribir, me da ganas de ir al mar”, un cotidiano viaje en colectivo al lado de una gorda, el aspecto risueño de un paraguas capaz de actuar por cuenta propia o el grotesco busto de la generala: todo es velo.
Es velo y es destello detrás del velo el juego con las palabras, la disrrupción permanente en el sentido, el riesgo de ir por los atajos, burlarse, ironizar. Y es en esto que reside la originalidad de los textos. Porque no estamos enfrentados a un magistral manejo de recursos en el plano verbal, cuyo mayor pecado de redundancia sería el vaciamiento de sentido, sino que estas veladuras, Ingrid las ha puesto ahí para encantarnos, sí, pero también para ser arrancadas. Para alcanzar el sentido.
Y aquí vuelve la voz del capitán: “Pongan la cabeza entre sus rodillas, pongas las manos sobre las caderas…”
Esto sí es una advertencia: la realidad de la que comenzaremos a ser testigos, es feroz.
No es un mundo solidario, claro. En “Que recen por mí, por ellos”, por ejemplo, asistimos a la escena donde un ventilador secciona los dedos de la protagonista. Y esta, a su vez, mientras sangran su dedos, presencia como se incendia un hombre en su bote, que a la vez está siendo mirado por su madre que está a punto de ahogarse. Ninguno es capaz de hacer nada por nadie, ocupado en su propio dolor. Que recen por mí, por ellos, dice a modo de solución final la protagonista.
Tampoco hay cabida para el amor y si se lo nombra, es para llamarlo desconcierto o no correspondencia u olvido y mortal espera.
Lo más conmovedor, sin embargo –y quizás a eso responde cierta sensación de agobio, cierta flaqueza que tendría que ver con esa inmovilidad de la que hablé antes, pese a que entonces me refería a un diamante- es que se trata de una realidad inexorable (“Imposible escapar a las aletas del ventilador, al agua, al fuego…”).
Cada escenario de relato incluye una referencia casi permanente a poderes instituidos y un dar como por sabida la violencia con que estos de un modo u otro se nos imponen. Pero la contradicción acaso más revulsiva de los textos, es que los exponentes de estos poderes aparecen singularizados y revestidos de una ajenidad y hasta inocencia conmovedoras.
Hablo del padre de “Padre nuestro, pésame”, del general, del capitán de Fragata, de las vecinas de mirada discriminatoria, de la gorda del ómnibus que encarna en sus gruesos segmentos corporales, muchos cuerpos prepotentes que intentan hacerse lugar. Hablo del Arcángel Gabriel, director de las potestades celestiales…
Frente a esas estructuras de poder, ese abstracto de las instituciones, podemos reconocer dos actitudes básicas que trasmiten los relatos:
-En principio, la desjerarquización de ese poder (Un ángel desorientado, jueces burlados o expulsados de su oficio, generales traidores que pierden sus armas), la exposición de una debilidad casi inexorable presentes en ellos (la tentación del padre en Padre nuestro, pésame) o la degradación por el absurdo (el caso del capitán de fragata que se suicida rodando por las escaleras o su búsqueda desconcertada).
-Y en segundo término, la rebelión. Aquí los personajes asumen una resistencia que no tiene nada de pacífica. Es provocar (los cuerpos vestidos que desafían al desfile de cuerpos desnudos), es arrastrar en la caída (al pecado, en Padre Nuestro, Pésame), es golpear, enterrar en el cuerpo de la gorda el paraguas, es callar sin denunciar, las armas que la generala lleva ocultas en su busto. Es el diente por diente, es una ferocidad que se nos enrostra exaltada teniendo en cuenta la desvalorización a la que han sido confinados esos singulares exponentes del poder.
Esta rebelión, es solitaria y no es, en absoluto, salvadora. Es como una especie de disfrute individual que gana a los protagonistas, en los que no encontramos ni remordimientos, ni culpas.
Al fin y al cabo –y esta es otra y quizas la más alucinante de las proposiciones de los textos- esos seres que se oponen entre sí, no siempre son personas –personajes- sino fragmentos, segmentos corporales, cuerpos, restos, reflejos, funciones: la humanidad parecería no ser patrimonio de nadie.
En semejantes escenarios, esto sí es obvio, tampoco puede estar ausente la muerte, destacada en toda su absurdidad.
En general acontece de un modo inesperado. No está remarcada como un tiempo/espacio trágico, sino desconcertante y lo que es peor, reflejando una espantodsa continuidad. Así vemos al capitán de fragata buscando angustiosamente a Mariel a quien no puede reconocer allí porque su estado civil ha sido “legalizado”. Ya no es la amante sino la viuda. O el obsesionante diálogo entre el arcángel y el personaje que investiga una muerte.
Bien, esto es sólo una parte, quizás, sí, la más representativa. Las debe haber en todo viaje. Pero les cuento que podría seguir, que hay muchas y diversas situaciones para seguir hablando, trasmitir eso que he llamado desde un principio fascinación desvastadora.
Ingrid, como un general que maneja a la perfección las armas narrativas, ha logrado que las emociones circulen adentro de una con un filo de absoluta perfección, porque –creo que esto no se los he dicho, pero lo deben haber notado-, sus personajes parecen haber sido vaciados de ellas para que se depositen sin ninguna piedad sobre nosotros.
Y para cerrar, porque pretendí que este fuera sólo un breve resúmen, quisiera particularizar sobre uno de los relatos que no es, casualmente, uno de los últimos. Se trata de “Atarse al mar”. Lo menciono a manera de corolario, porque encuentro allí una alegoría –siempre narrada con ese peculiarísimo estilo- de lo que puede sucederle a un escritor cuando va al fondo de las cosas. La tentación de hundirse ahí, en ese mar, con su máquina y no salir, es mucha. Hasta la narradora lo dice: “Llamaría a los bañeros para que no me dejen salir, para que se ahoguen conmigo”.
En su lucidez que la ha llevado hasta el fondo, está –como nosotros lo estamos del otro lado, leyendo- aterrorizada. Y el costo, enorme, es no poder seguir escribiendo.
La otra razón por la que también he querido destacar este relato, es porque sólo aquí es donde Ingrid se permite el primer gesto solidario de su libro. Aunque, claro, al principio se resiste, trata de escapar.
Pero luego, sin darnos demasiadas explicaciones del por qué, va cediendo y deja que nosotros, sus lectores -¨los bañeros¨- rescatemos primero su máquina y después la rescatemos a ella para que pueda volver a escribir.
Y así, por ese gesto, ella vuelve al fondo, pero ahora para sentarse frente a la máquina. Y nos reclama silencio. “Porque estoy escribiendo. Bajo la mancha negra que se disuelve de a poquito sobre mi máquina de escribir…”.

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